Una mañana de la pasada primavera, estaba trabajando en mi mesa cuando Biz, un compañero periodista de tecnología con muy buen olfato para las noticias, me envió un mensaje con una captura de pantalla de la biografía de Twitter de mi marido.
Faltaba algo. Kyle había borrado el nombre de su startup.
«¿Qué ha pasado con Playbyte?????», escribió Biz.
Confundida, le contesté: «Qué raro. Hablaré con él».
Kyle y yo teletrabajamos y quería hablar con él en ese momento. Pero siempre que hablábamos de la startup acabábamos discutiendo. Y si resultaba que había borrado el nombre porque estaba cerrando la empresa, la conversación se iba a alargar.
Aquella noche, mientras enchufaba su Apple Watch, su iPhone y su Steam Deck en su lado de la cama, me acerqué a él y le pregunté qué había pasado.
Kyle se encogió de hombros. Playbyte, que había empezado como una especie de TikTok para juegos (una idea que me encantaba) para convertirse después en un software para desarrolladores de videojuegos independientes (ya no me gustaba tanto), estaba a punto de cambiar su esencia de nuevo. Durante semanas, me dijo Kyle, él y los 2 empleados de Playbyte (los que quedaron después tras los despidos del año pasado, como en el resto del sector tecnológico) habían estado trabajando en una nueva herramienta, una que permitiría a cualquiera crear una aplicación web describiéndosela a un chatbot. Yo estaba al tanto de la idea pero no sabía mucho, ya que Kyle me hablaba cada vez menos del trabajo.
Entonces, me dijo que ya no se identificaba con el nombre Playbyte.
Me enfadé y me entraron ganas de gritar. Kyle había invertido 3 años y medio de su vida (de nuestra vida, más bien) en su empresa y ahora la había borrado con solo pulsar un botón. Eso, le dije, enviaba a sus 20.000 seguidores de Twitter el mensaje de que se había rendido. Cuando lo que estaba haciendo realmente era apostar por una idea nueva. ¿Había pensado en las repercusiones que tendría en su capacidad para atraer a nuevos inversores o talentos? (Después de 8 años informando sobre startups y capital riesgo, me entristece que mis conversaciones en la cama con mi marido sean sobre «efectos en cadena» del mundo empresarial).
Kyle frunció el ceño y me explicó por qué no necesitaba más dinero ni más ingenieros. Cambié de tema a qué serie ver antes de irnos a dormir. Vimos The Mandalorian totalmente en silencio.
Cuando me di la vuelta y apagué la luz, sentí remordimientos. Debería haberle apoyado diciéndole que le entendía si quería dejar el proyecto. Asegurarle que no era ningún fracaso. Tenía las palabras preparadas, pero no me atrevía a decirlas. Quería seguir demostrándole que confiaba plenamente en sus capacidades.
En mis reportajes sobre el mundo de la creación de empresas, he aprendido mucho sobre cómo acaban las startups: con quiebras, salidas a bolsa o pleitos, con champán o en la cárcel. El fundador e inversor Scott Belsky escribe en su libro The Messy Middle: «El mito de un viaje exitoso es que comienza con una idea, seguida de un montón de dificultades, y luego un ascenso gradual y lineal hasta la línea de meta». Pues bien, me ha hecho falta estar casada con un emprendedor para entender que ese mito es falso. «En realidad, el punto medio es extraordinariamente volátil: una secuencia continua de altibajos, llena de incertidumbre y lucha», añade Belsky. Es una descripción tan acertada de la startup de Kyle como de nuestra relación. Y en nuestro caso, sin duda nos ha afectado que el fundador de la startup esté casado con una periodista especializada en startups.
Últimamente, me obsesiona esta pregunta: ¿Sería mi matrimonio más feliz si la startup de mi marido fracasara?
Hace cuatro años, cuando Kyle empezó a hablar durante las cenas y los paseos con el perro sobre la posibilidad de fundar una empresa, yo esperaba en secreto que cambiara de opinión. Había escrito cientos de historias sobre esa vida: semanas laborales de 80 horas, mucho estrés, salarios bajos. No era el estilo de vida ideal, justo cuando planeábamos formar una familia. Les dije a Biz y a Jillian, también periodista de tecnología, mientras desayunábamos en el Mission District de San Francisco, que me parecía una mala idea. Me preguntaron si teníamos ahorros.
Lo que más temía de su startup no era que fracasara; mi peor temor era no volver a verle y que nos distanciáramos a medida que aumentara su éxito
Nueve de cada diez startups fracasan. Sin embargo, en ese momento, no se me ocurrió que mi marido podría fracasar. Durante los diez años que hace que nos conocemos, las cosas siempre le han salido bien. Cuando tenía 20 años, dejó la Universidad de California en Berkeley para escribir en TechCrunch. Al poco tiempo, tras una entrevista con el prestigioso inversor Chris Dixon pasó a ser agente de Andreessen Horowitz. En 2019, mientras trabajaba en una startup de drones, le picó el gusanillo del emprendimiento.
Lo que más temía de su nueva empresa no era que fracasara; mi peor temor era no volver a verle y que nos distanciáramos a medida que aumentara su éxito. Me imaginaba largas noches trabajando para acabar en jets privados y retiros de empresa con mucho alcohol, y a mí misma quedándome atrás, leyendo sobre sus conquistas corporativas en los reportajes de otros. Ese mismo año, Jeff Bezos y MacKenzie Scott habían solicitado el divorcio en medio de un escándalo sensacionalista con niditos de amor y mensajes subidos de tono con una presentadora de noticias. Me pregunté si algún día nuestros hijos pasarían fines de semana alternos en la mansión de Kyle en Pacific Heights con otra mujer.
Pero no le dije nada de esto. Como mi madre, y su madre antes que ella, no soy de confrontar. Convertirme en periodista y aprender a hacer preguntas difíciles a fundadores e inversores me ayudó enormemente, pero ser dura con un fundador con el que estoy casada, es otra cosa. Me preocupaba que, si no apoyaba su carrera, me quisiera menos.
Cuando Kyle estaba pensando en su startup, me enteré de que estaba embarazada. Por eso decidí imponerle una condición: prefería que nos mudásemos a Nueva York si continuaba con la idea de ser empresario. En San Francisco los alquileres eran demasiado altos, y además podríamos estar más cerca de la familia cuando llegara el bebé. Aceptó mi condición, aunque eso significaba que estaría a un continente de distancia de los inversores y el talento que necesitaba atraer.
Kyle, que aprendió a programar en quinto curso para poder modificar sus videojuegos favoritos, ideó una aplicación para crear y compartir juegos sencillos con un sistema de feed desplazable, en como TikTok. Me pareció una idea fantástica: TikTok estaba despegando en Estados Unidos. Juntos elegimos un nombre cubriendo las paredes del salón con notas adhesivas llenas de palabras y frases. Se decidió por Playbyte, un guiño tanto a los pequeños juegos de la aplicación como a nuestro pitbull Nubs, al que le encanta jugar.
Puse los post-its en una caja de zapatos de recuerdos, junto con notas de amor y billetes de nuestros viajes, en el fondo de nuestro armario. Por aquel entonces, me imaginaba que enmarcaría el post-it de Playbyte y se lo daría a Kyle el día que sacara la empresa a bolsa, ganando un dinero que pagaría la matrícula de nuestra hija y mucho más.
Pero últimamente, los post-its parecen una reliquia que veremos dentro de décadas. Yo preguntaré: «¿Te acuerdas de la startup que intentaste fundar?».
Lo más sorprendente que he aprendido sobre las startups es lo aburridas que son. Día a día, no pasa casi nada interesante. Hay una llamada con un inversor, un sprint de programación y una reunión con el equipo. Se acabó el «muévete rápido y rompe cosas». En mi casa, era más «jugar sin parar con un archivo Figma y charlar con los empleados en Discord todo el día».
Ser periodista de startups y estar casada con su fundador tiene sus ventajas. Podemos hablar de nuestros trabajos sin tener que explicar un millón de conceptos. Cuando utilizo jerga como «transformador» o «contratos inteligentes» o cualquier cosa que escriba Marc Andreessen en un blog, Kyle es mi Google Translate para la jerga tecnológica. Me da consejos sobre noticias, que yo soy frustrantemente incapaz de utilizar. Y tiene su propio horario. Cuando tengo que trabajar hasta tarde, él se encarga de la niña sin problemas.
A veces, sin embargo, resultaba extraño cómo se había difuminado la vida profesional y personal. Una mañana lluviosa de la primavera pasada, cuando el sector tecnológico entraba en el segundo año de corrección con despidos y escasez de capital riesgo, yo estaba escribiendo un artículo sobre la inminente «extinción masiva» de las startups. En el salón de casa, mi marido había reunido al equipo. Para entonces, ya habían empezado a trabajar en el creador de la aplicación chatbot. Hablaban encorvados sobre los portátiles en el sofá, rodeados de tazas de café y cables de cargador.
«Esto no va a ser lo que determine si nos convertimos en una empresa multimillonaria o quebramos», oí decir a un ingeniero con naturalidad.
La noche siguiente, cuando Kyle y yo salimos a cenar con el equipo, le confesé lo extraño que me había resultado escuchar a escondidas los retos a los que se enfrentaban mientras yo entrevistaba a gente del sector sobre el momento darwiniano de las startups. Para mi sorpresa, Kyle me hizo su propia confesión. Había estado escuchando mis entrevistas y oír hablar de cosas como la «tasa de mortalidad de las startups» no le daba precisamente esperanzas.
Aunque yo considero una ventaja estar casada con un fundador, no creo que él piense lo mismo de estarlo con una periodista de startups. Quizá más que en cualquier otro trabajo, a los emprendedores se les anima a fingir hasta que consiguen resultados, sean buenos o catastróficos. «Las startups solo existen porque sus fundadores están dispuestos a suspender la incredulidad de lo probable y a considerar lo que es posible», escribió en una ocasión Eric Paley, uno de los primeros inversores de Uber. Gracias a la distorsión de la realidad de Steve Jobs, pudo convencerse a sí mismo y a casi todos los que le rodeaban de prácticamente cualquier cosa. El campo de distorsión de la realidad de Kyle parecía fuerte, y chocaba mucho con mi intuición periodística.
Yo sabía demasiado sobre lo que podía salir mal, como una primera dama que hace las veces de reportera en el cuerpo de prensa de la Casa Blanca. A menudo suponía lo peor porque había contado docenas de historias sobre ello. Cuando uno de sus empleados favoritos renunció para fundar su propia empresa (solo dos meses antes de que Playbyte debutara en la App Store), nos inundaron dudas. Nos preguntábamos si el empleado se había marchado porque había perdido la confianza en la idea de Kyle.
Mientras Playbyte luchaba por conseguir usuarios e inversores, yo me preocupaba menos por ser la animadora implacablemente positiva. Empecé a acosar a Kyle revisando cosas de su pitch deck e interrogándole sobre cada uno de sus movimientos. ¿Realmente necesitaba el equipo esas mantas con el logotipo? Cuando la empresa despidió gente en la primavera de 2022, ¿había hecho todo lo posible para minimizar el impacto en sus empleados? Pensé que sabía más que él; después de todo, acababa de hablar con una docena de socios de empresas de capital riesgo para un artículo, 11 maneras en que las empresas pueden aliviar la carga de los empleados despedidos. Aquella noche, sentados en la cama, discutimos sobre cuánto tiempo debía prolongar la empresa las prestaciones sanitarias. Yo quería que alargara más la cobertura. Él necesitaba apoyo y consuelo.
Kyle empezó a irritarse con mis comentarios. Ansioso, empezó a ocultarme detalles y a pedirme cada vez menos mi opinión. Intentaba encontrar la idea que encajara y no le hacía ninguna gracia discutir las que explotaban en la plataforma de lanzamiento.
Al igual que otros fundadores que he conocido, el estado de ánimo de Kyle está ligado a la salud de la empresa. Cuando está entusiasmado con un desarrollo, se siente con confianza y trabaja hasta tarde. Rara vez me importa cuidar sola de nuestra hija esas noches. Prefiero una pareja feliz que un padre malhumorado. Porque cuando se cuela un error en el software o un inversor ignora su correo electrónico, es difícil estar con Kyle. Se enfada cuando se derrama el café o alguien conduce mal, y gruñe al ordenador lo bastante alto como para despertar a nuestro perro. Sé que las cosas están tensas cuando oigo el ruido de las mancuernas en su despacho en mitad del día.
Con los años, he llegado a creer que Kyle se cortaría su propio brazo, al estilo de 127 horas, antes de poner fin a su startup. Después de los despidos, cuando le pregunté si había considerado la posibilidad de cerrar la empresa y devolver parte de la financiación a sus inversores, empezó a hablar de lo bien que iba la prueba beta. Estoy convencida de que va a seguir construyendo hasta que gaste el último dólar de la empresa.
Escribo a menudo sobre emprendedores con mucha resiliencia. Los fundadores de Clubhouse, Rohan Seth y Paul Davison, tuvieron al menos nueve aplicaciones fallidas entre los dos antes de crear la aplicación rompedora de la pandemia. Steve Huffman lideró el cambio de Reddit tras una tormenta de revueltas de usuarios y discursos de odio. Publiqué sobre ellos en términos casi elogiosos. Pero la misma determinación que tanto admiraba en ellos la encontraba desconcertante en Kyle. Estaba agotada, se me acababa la paciencia con cada nueva ronda de contrataciones y despidos, financiación y giros de ideas.
Le conté a mi terapeuta, a mis amigos y a mi jefa, cuyo marido había creado y vendido su propia empresa, lo mucho que deseaba que mi marido consiguiera un «trabajo normal». Me animaron a decirle lo que sentía. Pero ello me obligaba a superar mi miedo a la confrontación.
Más de una vez, intenté hablarle a Kyle de otras empresas en las que creía que le gustaría trabajar. Podría unirse a una empresa de capital riesgo en Boston, por ejemplo, y ganar un sueldo de seis cifras, además de una parte de los beneficios del fondo. Pero sabía que cerrar su startup minaría su confianza, aunque esperaba que fuese algo temporal. En un nuevo puesto, podría reanudar una relación sana con el trabajo. El peso del fracaso recaería sobre toda la organización, no solo sobre sus hombros. Podría volver a sentirse bien consigo mismo.
Quiero liberarme de la culpa que siento por habernos alejado de San Francisco, donde le habría resultado más fácil conseguir financiación
Yo también podría respirar mejor. El dinero sin duda ayudaría. Pero más que dinero, quiero que las cosas estén menos tensas en casa. Quiero hablar del trabajo de Kyle, y del mío, sin pasar de puntillas por un campo de minas. Liberarle del tormento al que le somete la startup. Y quiero liberarme de la culpa que siento por habernos alejado de San Francisco, donde le habría resultado más fácil conseguir financiación. Quiero tranquilidad.
Una tarde de septiembre, vi a Kyle salir de su despacho y caer de bruces sobre la cama. Me acerqué y le puse una mano en la espalda. Me miró con lágrimas en los ojos.
«¿Quieres hablar de ello?», le pregunté.
Me dijo que en unas horas tenía que llamar a un inversor y comunicarle la noticia: el chatbot de creación de aplicaciones había terminado.
Intenté asegurarle a Kyle que su inversor recibía llamadas como esa todo el tiempo, especialmente este año, cuando era tan difícil conseguir financiación. El hecho de que no todo haya encajado todavía, le dije, no significa que no lo haga en algún momento. Al fin y al cabo, YouTube se lanzó como un servicio de citas e Instagram empezó como Burbn.
Por una vez, pensé, había hecho lo correcto, pero no debí de ser muy convincente. Kyle se hundió de nuevo en la almohada y suspiró, y yo volví al trabajo.
Ahora la startup de Kyle ha pivotado por tercera vez. En lugar de crear software para crear videojuegos, él y su equipo planean utilizar lo que han aprendido para crear su propio juego. La idea es diseñar un shooter en primera persona, homenajeando otro videojuego ambientado en una ruinosa zona de guerra rusa, que se convirtió en un exitazo pandémico.
Soy escéptica con el proyecto. En los años que llevo informando sobre startups, nunca he oído hablar de un giro de este tipo. Los estudios de videojuegos no son exactamente un negocio respaldado por firmas de capital riesgo. Muchos se financian con fondos propios o con fondos de un estudio ya establecido que busca el próximo gran éxito. En los últimos años, la inversión de capital riesgo en videojuegos ha aumentado, pero sigue siendo un terreno precario para las startups que necesitan reunir capital.
La verdad es que no sé si la startup de Kyle lo conseguirá.
Pero en pleno cambio, Kyle y yo nos enfrentamos a nuestra experiencia más angustiosa hasta la fecha. El Día del Trabajo, estábamos jugando al Zeda con nuestra hija de 3 años cuando Nubs entró en la cocina. Saltó sobre mí y me besó con fuerza antes de acercarse a Kyle. Fue entonces cuando nuestra hija se acercó por detrás de Nubs, asustándola, y él la mordió en la cara, cortándole la ceja y la mejilla.
Se recuperó. Pero esa noche, en la cama, después de que se durmiera, Kyle y yo lloramos, acunando a Nubs en nuestros brazos como habíamos hecho todas las noches durante seis años. Acordamos llamar al veterinario por la mañana para hablar de la eutanasia. Nubs, que había inspirado el nombre de Playbyte, era el mejor amigo de Kyle. Si lo hacíamos, le pregunté si creía que podría estar conmigo en el veterinario para sacrificar a Nubs.
No estaba segura de cómo respondería. Era un hombre para el que las cosas siempre habían encajado con facilidad y felicidad. Pero en ese momento, cuando se enfrentaba a la muerte de un ser querido, vi que algo había cambiado en él. Ahora, por fin, entendía lo que era el miedo. Había dicho a los empleados que le importaban que los dejaba marchar. Había acudido a los inversores, con el rabo entre las piernas, para confesarles el fracaso de una nueva ronda de financiación. Había soportado las incesantes reprimendas de su mujer periodista, que no siempre le apoyaba todo lo que deseaba y cuya propia ansiedad había acrecentado a menudo a la suya. La soledad y las dudas, las noches sin dormir y los sudores fríos, todo el estrés y la tristeza de poner en marcha y mantener una nueva empresa le habían enseñado algo.
«Puedo enfrentarme a cosas difíciles», me dijo. Me acompañó a despedirme.
Y, por un momento, entre sollozos, estallé de orgullo.