Hoy vamos a viajar al pasado, a esos días de bocatas de chorizo, nocilla, olor a gimnasio y carpetas forradas con fotos de tus ídolos.
¿Listo?
Estábamos en 5º de primaria cuando se me ocurrió la idea: una tienda de golosinas en el colegio. No porque fuera un genio, sino porque el kiosko más cercano estaba a 10 minutos andando y, sinceramente, nadie quería desperdiciar el recreo caminando.
El plan
Compraba bolsas gigantes de chuches al distribuidor de la furgoneta (Distribuciones Carballo se llamaba).
Calculadora en mano (mentira, hacía los cálculos a ojo), las dividía en bolsitas más pequeñas, les ponía un precio atractivo y las llevaba al cole.
Mi mochila no solo llevaba libros y el bocata de rigor, también llevaba una microeconomía entera. Mis compañeros tenían gominolas; yo tenía beneficios.
La competencia
Como en todo buen negocio, no tardaron en aparecer los imitadores.
El Rubio empezó a vender chocolatinas. Delfín, patatas fritas. Incluso hubo uno que intentó colar cromos repetidos como “valor añadido”.
Lela, la señora de la tienda de la esquina también me riñó por andar jugando a los empresarios y a joderle el negocio. Y tenía bastante razón.
Purita, la mujer de la otra tienda era menos batalladora con la competencia y no me dijo nada. Menos mal.
Pero la diferencia estaba en el servicio: yo sabía lo que querían. Mis chuches eran más frescas, mi oferta más variada, y si me comprabas 3 gominolas, te regalaba una.
Marketing básico, pero efectivo.
El imperio cae
Todo iba de maravilla hasta que, como en toda historia de éxito, llegó el villano. En este caso, la dirección del colegio.
Un día, el padre Camilo me pilló in fraganti contando monedas en el recreo.
Me llevó al despacho del director, donde me dieron un sermón sobre cómo las chuches “distraían” de los estudios.
Conclusión: mi negocio fue cerrado por causas ajenas a mi voluntad.
¿Y qué aprendí?
Que emprender no es algo que «se nace». Es algo que surge cuando ves una necesidad y decides resolverla. No hace falta ser un visionario; solo estar atento a lo que te rodea y, sobre todo, tener ganas de intentarlo.
Y sí, puede que al principio te equivoques. Pero, ¿sabes qué? Cada error que cometes es un paso más cerca de acertar.
La reflexión
¿Se hace o se nace emprendedor? Probablemente ambas cosas. Lo importante no es el ADN, sino las ganas de buscar soluciones donde otros solo ven problemas.
Así que, si estás dudando entre hacer o no hacer algo, hazlo. Aunque te cierren el chiringuito, la experiencia siempre merece la pena.
Nos vemos en el recreo,
Un saludo,
P.D.: ¿Sabes qué es lo mejor de emprender? Que hasta cuando pierdes, ganas.